Fragmento La maldición de la banshee

 Por muy absurda que me pareciera la situación, no tuve más remedio que obedecer Escondí el libro del abad y el diccionario debajo de la cama, y luego de haberme lavado las manos y de empujar sin éxito la puerta del dormitorio de Angie, bajé por la escalera principal a sabiendas de que eso desagradaba al ama de llaves si se hacía fuera del horario de limpieza; casi me sentía feliz al transgredir esa norma. Tenía una sensación rara al saberme la única doncella de la casa. Parecía que nunca iba a terminar de llover; me estaba habituando al crepitar de la lluvia sobre los cristales y los tejados, así como al ulular del viento: todo ello formaba parte de la música de Kavanagh Hall.

La maldición de la banshee, José María Latorre (pág. 112)

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